La higuera estéril - (III Parte) “En busca del buen fruto”
La higuera y el olivo han sido y son fuente de ingreso para los israelitas. Sus frutos se utilizan en hogares diariamente para alimento. La higuera, la cual tarda de dos a tres años en dar fruto luego de plantarse, es cosechada dos veces al año; a finales de la primavera y a comienzos del otoño.
Cuando Jesús (Mateo 21:19) y el dueño de la viña (Lucas 13:6-9) se disgustaron con el árbol de higo, fue justamente por su falta de fruto.
¿Y por qué el enojo, el disgusto y desagrado por esa falta de “fruto”?
El fruto es algo que crece y desarrolla partiendo desde la semilla, luego pasa a la raíz, al tronco, las ramas, las flores y por último se convierte en lo que llamamos fruto. El fruto nace de la savia que está dentro del árbol y al momento de la cosecha la idea es recolectar únicamente “el buen fruto” comestible.
La mención de “fruto” ya viene desde Génesis 1:29 cuando Dios indica a Adán y a Eva su sustento diario: “He aquí, yo os he dado toda planta que da semilla que hay en la superficie de toda la tierra, y todo árbol que tiene fruto que da semilla; esto os servirá de alimento”.
El fruto que busca Jesús y el viñador equivalen al fruto que el Espíritu Santo desarrolla de manera individual en cada uno. De ahí el enojo y contrariedad porque no se halló fruto alguno.
Todo comienza cuando la semilla (la palabra de Dios) es plantada en nuestros corazones. El crecimiento del fruto tiene su origen en el Espíritu Santo que mora en nuestro espíritu y echa raíces, ramas, flores y frutos. “Será como árbol firmemente plantado junto a corrientes de agua, que da su fruto a su tiempo, y su hoja no se marchita; en todo lo que hace, prospera”. (Salmo 1:1- 3).
La semilla tarda tiempo en germinar y su proceso continúa hasta que da el fruto espiritual para lo cual fue sembrada “…así será mi palabra que sale de mi boca, no volverá a mí vacía sin haber realizado lo que deseo, y logrado el propósito para el cual la envié”. (Isaías 55:11).
Los “frutos”, a diferencia de los “dones” son desarrollados, germinados y perfeccionados por la acción del Espíritu Santo (en comunión vital con Cristo, Juan 15:1-8) en el creyente. No es por propios medios, sino por la acción exclusiva del poder del Espíritu Santo que se desarrolla a través del tiempo. La cosecha que Dios espera recoger es el carácter cristiano lleno del Espíritu Santo y guiado por él.
Ese fruto que es la resultante de estar en la plenitud del Espíritu Santo tiene como propósito transformar vidas conformándolas a la imagen de Cristo, haciéndonos más parecidos a Él. Es llegar a ser “…un hombre maduro, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo…” (Efesios 4:13). ¿Wow, que desafío, no?
Si queremos que el fruto del Espíritu (amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza, Gálatas 5:22-23) se desarrolle en nuestras vidas, debemos unir nuestra vida a la de Él “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque separados de mí nada podéis hacer”. (Juan 15:5).
Como cristianos todos queremos desarrollar, mejorar y perfeccionar el buen fruto con la ayuda del Espíritu en nosotros, pero, ¿cómo podemos saber si en verdad lo tenemos o lo estamos desarrollando o si vamos por el camino correcto, en la dirección indicada?
En la próxima parte veremos dos características que nos ayudarán a reconocer estas cualidades en nuestra vida.
Continuará en la (IV Última Parte) – “La resultante de un Buen Fruto”