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¿Perdemos nuestra salvación?



Algunos piensan que si la salvación no se pierde, entonces “…comamos y bebamos…” (1 Corintios 15:32). Creen que se es libre para hacer lo que se quiere, lo que haga sentir bien, lo que se tenga ganas. Viéndolo desde la óptica humana, si la salvación no se pierde, entonces podemos seguir viviendo nuestra vida a nuestro antojo y según nuestras reglas.


Sin embargo no es así, no funciona de esa manera. Dios nos enseña que cuando somos nuevas criaturas (2 Corintios 5:17) somos renovados, gozamos de una nueva naturaleza. Nuestro sentir y deseos, nuestra forma de pensar, hablar y actuar son diferentes. Vamos cambiando, nos vamos renovando, nos actualizamos. Vamos abandonando los “viejos ropajes” para vestir “los nuevos”.


Aunque por naturaleza caigamos en tentación y pequemos, esa no es nuestra meta, nuestro deseo. No lo buscamos a propósito para disfrutar del pecado. Pecamos porque aun quedan resabios de nuestra vieja naturaleza caída, de la carne, como se menciona en algunos pasajes de la Biblia como en (1 Juan 2:16 y Romanos 8:7). Esa es la razón por el cual se continúa pecando.


Pero al transformarnos en nueva criatura en Cristo, el Espíritu que mora en cada uno de los creyentes, instruye, alerta, da convicción de pecado y hace sentir que estamos en falta. Nos sentimos incómodos, molestos. Y gracias a ello, uno ya no desea seguir viviendo bajo un dedo acusador (nuestra conciencia) por estar violando la ley de Dios. Esa nueva naturaleza y ese nuevo amor por Dios que es cultivado a través de la Palabra y el Espíritu Santo hacen que el creyente ame más a Dios y rechace y evite aún más el pecado.


Al transformarnos en templo del Espíritu Santo, el amor por el Padre Celestial deja un estigma en nosotros. Cristo dijo “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos”. (Juan 14:15). Ese amor que sentimos por el Padre permite que meditemos más de una vez antes de de ir a la acción porque pensamos que lo podemos ofender o entristecer, como un hijo que no quiere enojar o afligir a su padre o madre.


La santificación es un proceso continuo, progresivo donde Dios nos va apartando para Él. Nos va transformando y al cambiar son otros nuestros deseos y nuestras miras. La salvación no se pierde. Cristo enseñó en (Juan 10:27-29) “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco y me siguen; y yo les doy vida eterna y jamás perecerán, y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las dio es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano del Padre”. El pasaje enseña que hemos sido colocados en la mano del Padre que es mayor que todos y ya nadie nos puede arrebatar de allí y “…el que comenzó en (nosotros) la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Cristo Jesús”. (Filipenses 1:6). El que comenzó en nosotros el proceso de santificación y por sangre hemos sido salvos, va a continuar siendo fiel hasta que terminemos la carrera.


El apóstol Pablo en (Romanos 8:38-39) aclara que “…ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni lo presente, ni lo por venir, ni los poderes, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios que es en Cristo Jesús Señor nuestro”.


Nada ni nadie nos puede separar del amor del Padre. Ni aún nuestras equivocaciones, porque Dios no nos deja ir en su fidelidad. Él nos mantiene cerca y nos preserva y por eso permanecemos salvos, hasta el final.

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