Profetas de Dios (II Parte)
En el Antiguo Testamento, Dios escogió hombres para que fuesen sus profetas. Cuando el llamado llegaba, no era una opción, sino una orden divina.
Dios, Rey de la Creación, los estaba invistiendo como sus embajadores. Este llamamiento en algunos casos se hacía de manera audible como en el caso de Isaías en 6:8-9:
“Después oí la voz del Señor, que decía: ¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros? Entonces respondí yo: Heme aquí, envíame a mí. Y dijo: Anda, y di a este pueblo: Oíd bien…”.
O en el caso del llamamiento a Ezequiel en el capítulo 2:1-2 y 2:7
“Y me dijo: Hijo de hombre, ponte en pie para que yo te hable. Y el Espíritu entró en mí mientras me hablaba y me puso en pie; y oí al que me hablaba…Les hablarás mis palabras, escuchen o dejen de escuchar…”.
En otras oportunidades, Dios enviaba a un profeta para que a su vez nombrase a otro. Este llamamiento, a final de cuentas, venia por iniciativa del Señor. Tal es el caso del profeta Elías al nombrar a Eliseo como su sucesor en 1 Reyes 19:16:
“…y a Jehú, hijo de Nimsi, ungirás por rey sobre Israel; y a Eliseo, hijo de Safat de Abel-mehola, ungirás por profeta en tu lugar”.
Sin este llamado sobrenatural nadie podía volverse profeta, sin importar sus buenas intenciones, devoción a Dios o conocimiento de su Palabra. Los verdaderos profetas profetizaban únicamente lo que Dios les encomendaba decir y el Espíritu Santo de Dios los inspiraba y llevaba el control de lo que profetizaban a fin de que pudiesen presentar el mensaje profético de manera infalible a través de ellos.
Ninguna profecía de la Escritura es de interpretación privada, porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo.
El Espíritu Santo obró a través de diferentes personalidades, edades, grados de educación o falta de ella, a fin de llevar a cabo su propósito.
“Pero ante todo sabed esto, que ninguna profecía de la Escritura es asunto de interpretación personal, pues ninguna profecía fue dada jamás por un acto de voluntad humana, sino que hombres inspirados por el Espíritu Santo hablaron de parte de Dios”. (2 Pedro 1:20-21)
Como vemos, el Espíritu Santo supervisó las palabras de los verdaderos profetas en el Antiguo Testamento garantizando que sus palabras estuviesen llenas de autoridad y fuesen infalibles.
Continuará en la III Parte