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Las murallas de Jericó (II Parte) Cuando algo no sale como lo esperábamos


En las indicaciones que Dios le dio a Josué en el capítulo 6, había un mandato para los que tomasen Jericó: “En cuanto a ustedes, cuídense de no tomar ni tocar nada de lo que hay en la ciudad y que el Señor ha consagrado a la destrucción, pues de lo contrario pondrán bajo maldición el campamento de Israel y le acarrearán la desgracia”. (Josué 6:18).


La orden era destruir Jericó y todo lo que había dentro, más allá de que sonase extraño o inadecuado, duro e incomprensible; pero ese era el mandato a cumplir. Era lo que los israelitas debían hacer, obedecer a Dios sin cuestionar. A ellos se les permitía únicamente llevar el oro, la plata y los utensilios de bronce y hierro que serían consagrados al Señor y dedicados a su tesoro (Josué 6:19).


Quizás nos preguntemos ¿y por qué esa extraña selección? pues, porque la batalla era del Señor, él ya la había ganado, había obtenido la victoria de antemano, por lo tanto el trofeo le correspondía y estaría destinado al tabernáculo.


Pero a pesar de la advertencia, no todos obedecieron, “Acán, hijo de Carmi…de la tribu de Judá, tomó de las cosas dedicadas al anatema; y la ira del Señor se encendió contra los hijos de Israel”. (Josué 7:1).


Durante un tiempo, la desobediencia de Acán había quedado inadvertida hasta que tuvieron que pelear contra Hai (ciudad cananea) donde fueron derrotados. Frente al contundente fracaso, y como generalmente sucede cuando algo no sale como quisiésemos, se suele atribuir la culpa a Dios. Y Josué no fue la excepción a la regla sino que presentó sus críticas y reproches a Dios. Josué recriminó y cuestionó a Dios: ¿Por qué nos trajiste aquí? ¿Para acabar con nosotros? (Josué 7).


Las Escrituras muestran situaciones donde no salen como lo previsto. ¿Y el resultado? se le termina achacando a Dios lo sucedido. Algo similar sucede cuando hay desgracias como grandes incendios, terremotos, tsunamis o accidentes en donde se termina adjudicando la culpabilidad a Dios.


Cuando malas cosas suceden o no salen a nuestra manera, solemos olvidarnos de nuestra fe y amistad con Dios, de sus bondades y fidelidad y descaradamente lo culpamos por lo sucedido.


Cuando Adán fue tentado por Eva en (Génesis 3:12) en vez de reconocer su propio error, cuestionó a Dios: “La mujer que tú me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí”. O cuando Caín mató a su hermano Abel y Dios le preguntó (ya sabiéndolo) ¿dónde estaba su hermano?, Caín en vez de asumir su culpa contestó a Dios: “No sé. ¿Soy yo acaso guardián de mi hermano?” (Génesis 4:9). Caín no solamente mintió a Dios sino que le recriminó por pretender que él fuese el cuidador de su hermano.


Continúa en la (III Parte)

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