Solo un paréntesis en la vida de Jesús.
“Cristo, en los días de su carne, habiendo ofrecido oraciones y súplicas con gran clamor y lágrimas al que podía librarle de la muerte, fue oído a causa de su temor reverente; y aunque era Hijo, aprendió obediencia por lo que padeció…”
Jesús encarnó siendo ciento por ciento hombre y ciento por ciento Dios. Ambas naturalezas moraban en su Ser.
Los días de su carne en esta Tierra, fueron un paréntesis en su vida. Un paréntesis muy importante y necesario.
Su obediencia y devoción total hacia el Padre Celestial fueron su Norte, marcando a fuego sus días. Fue su sumisión reverente lo que lo llevó hasta la misma muerte y muerte de cruz. Todo ello era necesario para que las Escrituras se cumpliesen (Mateo 26:56). ¡Escrito estaba! ¡Escrito está!
Llegado el momento, el cual lo aterraba, Su alma se hallaba muy triste hasta la muerte (Mateo 26:38), “Y estando en agonía, oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra”. (Lucas 22:44).
Jesús estando en agonía, sintió soledad y una tristeza abrumadora. Él estaba experimentando en su cuerpo y en su alma lo que siempre había sabido en su omnisciencia. Él sabía lo que vendría por delante, él sabía a lo que se iba a enfrentar. Él sintió el poder y la carga del pecado de toda la humanidad sobre su espalda.
Jesús tenía el corazón destrozado sabiendo que debía de cargar con el peso del pecado de toda la humanidad siendo Santo y sin mancha alguna. Él no tenía culpa alguna, sin embargo cargaría con todos los pecados pasados, presentes y futuros de la humanidad. Los tuyos y los míos.
Cuando Jesús oró en el monte Getsemaní (Mateo 26:39) al que podría librarlo de la muerte, no era porque esperaba escapar de la cruz, del sepulcro, porque sabía muy bien a qué había venido a la Tierra “Ahora mi alma se ha angustiado; y ¿qué diré: «Padre, sálvame de esta hora»? Pero para esto he llegado a esta hora”. (Juan 12:27).
Jesús sabía todo de antemano y se había preparado para ese terrible y desesperante momento. Jesús no estaba pidiendo que el Padre lo librase de su muerte sino que lo levantase de la muerte. Él necesitaba recibir certeza de que el Padre lo resucitaría. “Al Señor he puesto continuamente delante de mí; porque está a mi diestra, permaneceré firme. Por tanto, mi corazón se alegra y mi alma se regocija; también mi carne morará segura, pues tú no abandonarás mi alma en el Seol, ni permitirás a tu Santo ver corrupción. Me darás a conocer la senda de la vida; en tu presencia hay plenitud de gozo; en tu diestra, deleites para siempre”. (Salmo 16:8-11).
Jesús tuvo que aprender ciertas cosas por medio del sufrimiento. No estuvo exento del dolor, las dificultades y los contratiempos. Aunque era el Hijo de Dios, Dios en carne humana, estaba llamado a sufrir. Aprendió el significado completo del costo de la obediencia hasta la muerte por lo que padeció, y “Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre”. (Filipenses 2:9-11).
Jesús experimentó y sufrió lo que el hombre/mujer común pasa en esta vida. Él entiende por lo que cada uno tiene que pasar. Es por ello que cuando vamos al Señor, nos arrodillamos y oramos: “Señor Dios, este problema, esta pérdida, este dolor, me está abatiendo”, es de una paz inexplicable (Filipenses 4:7) sentir sus brazos alrededor nuestro y escuchar en nuestro corazón que nos dice: Lo sé, lo sé, porque yo ya lo viví”.
¿Qué tan cerca y compenetrado estás en Jesús como para escuchar su voz decir que está para ayudarte?