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Con la Mirada en la Eternidad: El Camino a la Ciudad de Dios


Basado en: Juan 17:16 - Hebreos 13:14


“No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” 


“...porque no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la por venir” 

 

Como cristianos, somos llamados a vivir con una perspectiva que trascienda las limitaciones de este mundo. Jesús nos recordó en su oración al Padre que no somos de este mundo, así como Él tampoco lo es. Nuestro verdadero hogar no está en esta tierra, sino en la nueva Jerusalén, una ciudad celestial donde veremos a Dios cara a cara (Apocalipsis 22:4). Esta promesa no es solo un destino futuro que nos espera, sino una realidad que debe transformar cómo vivimos en el presente.


La visión de la nueva Jerusalén nos invita a vivir como peregrinos. Hebreos 13:14 nos recuerda que “no tenemos aquí ciudad permanente”, lo que significa que estamos de paso por esta vida terrenal. Aunque nuestras responsabilidades, relaciones y ocupaciones sean importantes, no son nuestro destino final. Dios nos está preparando para una eternidad en su presencia, donde no habrá más dolor, sufrimiento ni pecado. Vivimos aquí, pero nuestra mirada debe estar puesta en la eternidad, en esa ciudad por venir, que será un lugar de santidad, perfección y comunión plena con Dios.


Esta perspectiva de la eternidad debe moldear nuestras prioridades. Saber que nuestra ciudadanía está en los cielos (Filipenses 3:20) nos desafía a poner a Dios como prioridad y en el centro de nuestras vidas. Los valores del Reino de Dios—justicia, santidad, amor y verdad—deben ser los que guíen nuestras decisiones diarias. En un mundo que busca satisfacción en lo material, en la injusticia y en lo pasajero, somos llamados a no aferrarnos a las cosas de este mundo, sino a las eternas. Como bien dice el apóstol Juan: “el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Juan 2:17).


La promesa de la nueva Jerusalén también nos motiva a buscar la santificación. Sabemos que en esa ciudad celestial “nada impuro entrará en ella” (Apocalipsis 21:27). Esto no significa que estamos llamados a alcanzar la perfección por nuestros propios esfuerzos, sino que debemos vivir una vida de constante rendición a la gracia de Dios. Solo a través de su Espíritu y su gracia podemos ser transformados y renovados día a día. La santificación es un proceso continuo, una búsqueda constante de ser más como Cristo, sabiendo que es Él quien nos purifica y nos hace aptos para entrar en su Reino.


Vivir con la expectativa de la nueva Jerusalén nos enseña a ser humildes y dependientes de Dios. No buscamos construir nuestro propio reino aquí en la tierra, sino que trabajamos con la vista puesta en el Reino de los Cielos. Esto no significa que debemos ignorar nuestras responsabilidades o despreciar la creación de Dios, sino que debemos vivir de tal manera que cada acción, cada decisión, y cada pensamiento refleje la realidad de que pertenecemos a un reino mucho mayor.


Querido hermano o hermana, te invito a que no quedes atado a las cosas de este mundo. No pongas tu esperanza en lo que es temporal, sino en lo que es eterno. Nuestra vida aquí es breve, pero la promesa del reino de Dios es para siempre. Vivamos con esa esperanza firme, sabiendo que un día veremos a nuestro Señor cara a cara en la nueva Jerusalén, pero hasta entonces, que nuestra vida aquí refleje la santidad y la justicia de aquel que nos llama a ser sus hijos e hijas.





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