“…cuando llegó el día señalado por Dios…” Gálatas 4:4
Hombres y mujeres de los más diversos lugares habían llegado para empadronarse, según el edicto imperial de Augusto César, que establecía que cada habitante debía volver “a su propia ciudad” para dar cumplimiento al decreto. Por eso José y María habían viajado a Belén (Lucas 2:1-5).
Al llegar, debido al estado de gravidez de María, la prioridad era dónde alojarse. Contrariamente a lo esperado, ¡no había un solo lugar disponible! Pero buscando y preguntando, José y María llegaron finalmente a una posada, donde su dueño les ofreció lo único que tenía disponible en ese momento: un pesebre al fondo de la casa: ¡lo lamento, el resto está todo ocupado! Les explicó el hombre con cierta indiferencia.
Y no habiendo otra salida mejor, José y María aceptaron el pesebre. Agotados, se acomodaron como pudieron y arreglaron un pequeño espacio para la llegada del Niño que estaba por nacer. Horas más tarde, en ese ambiente sucio y maloliente, tan rústico e indigno, con la sola compañía de animales, sin que nadie lo supiera en toda la aldea, nacía Jesús, el Salvador del mundo.
A diferencia de un alumbramiento normal, no había nadie para ayudar a María en el parto, para darle la bienvenida, para suplir sus necesidades básicas o para acompañar a esos solitarios padres. Ningún amigo, ningún pariente, ningún alma solidaria, ningún comunicador para difundir la noticia.
Y si alguno se enteró del nacimiento, habrá pensado que se trataba de un alumbramiento común y de un niño pobre más sobre esta tierra.
Así fue como nació el Prometido de Dios, el Salvador, la Luz del mundo, de la manera más inesperada, en el lugar menos pensado, y ante la indiferencia menos merecida.
El poderoso Dueño del universo, naciendo en el sitio más humilde, identificándose con las carencias humanas de todos los tiempos, y mostrando la excelencia incomparable de la humildad, como la virtud que hace realmente grande a los hombres, porque “la verdadera grandeza siempre ha de vivirse con humildad” de lo contrario la grandeza deja de ser, para convertirse en orgullo, sed de fama o ambición de poder.
Jesús no vino al mundo por casualidad, ni tampoco en un momento cualquiera, vino “…cuando llegó el día señalado por Dios…” (Gálatas 4:4), cuando llegó la hora indicada, según los sabios y eternos planes de Dios.
La Navidad es para recordar, honrar y dar toda alabanza, honor y gloria al que existiendo “…en forma de Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse, sino que se despojó así mismo tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres”. (Filipenses 2:6-7).
Tal fue el comienzo conmovedor de la historia más grande de todos los tiempos.
¡La historia de tu salvación y de la mía!
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