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El Valor de la Palabra



Basado en: Mateo 5:37 – Santiago 5:12


“Pero sea vuestro hablar: Sí, sí; no, no; porque lo que es más de esto, de mal procede”.


“Pero sobre todo, hermanos míos, no juréis, ni por el cielo, ni por la tierra, ni por ningún otro juramento; sino que vuestro sí sea sí, y vuestro no sea no, para que no caigáis en condenación”.


El valor de la palabra en el pasado y en el presente

En tiempos pasados, la palabra de una persona tenía un peso inmenso. Un compromiso verbal era considerado tan firme como un contrato firmado. La credibilidad y la honra de una persona se medían por su capacidad de cumplir lo que había dicho. Sin embargo, hoy en día, vivimos en una época donde las palabras a menudo pierden su valor. Las promesas hechas por políticos, en el ámbito social, familiar y económico, parecen desvanecerse con el tiempo, dejando tras de sí un rastro de desconfianza.


Este cambio cultural nos lleva a reflexionar sobre el poder y la responsabilidad de las palabras. La Escritura nos recuerda que nuestras palabras tienen peso eterno. Lo que decimos no solo afecta a los demás, sino que también refleja nuestro carácter y nuestra relación con Dios.


La responsabilidad de hablar con sabiduría

Eclesiastés nos advierte sobre la importancia de cumplir lo que prometemos. Es preferible no prometer, que prometer y no cumplir. Las palabras vacías, aunque parezcan insignificantes, tienen consecuencias. Jesús mismo dijo que seríamos justificados o condenados por nuestras palabras (Mateo 12:37). Esto nos llama a reflexionar antes de hablar y considerar las implicaciones de nuestras promesas.


Nuestras acciones hablan más fuerte que nuestras palabras. Imaginemos a un padre que aconseja a sus hijos que nunca manejen bajo los efectos del alcohol, pero luego, en una salida familiar, toma alcohol antes de conducir. Este tipo de incoherencias no solo socavan la credibilidad de nuestras palabras, sino que también confunden y desaniman a quienes nos rodean. Si queremos que nuestras palabras tengan impacto, deben estar respaldadas por nuestro ejemplo.


¿Cómo podemos aplicar esto a nuestra vida diaria? Antes de comprometernos con algo, debemos detenernos y reflexionar. Si sabemos que no seremos capaces de cumplir, es mejor no prometer. Esto no solo evita dañar nuestra credibilidad, sino también honra a Dios, quien valora la verdad y la integridad.


El ejemplo de Jesús: La Palabra que se cumple

Jesús es el ejemplo perfecto de integridad en la palabra. Cuando él decía: “El reino de Dios se ha acercado” (Mateo 4:17), no estaba lanzando una idea vaga ni una promesa vacía. Jesús mismo era la encarnación del reino de Dios. Él es el Camino, la Verdad y la Vida (Juan 14:6). Su palabra era verdad absoluta, y todo lo que declaraba se cumplía. No necesitaba jurar, porque su palabra era digna de confianza.


Como seguidores de Cristo, estamos llamados a reflejar su ejemplo. Que nuestro “sí” sea sí, y nuestro “no” sea no (Mateo 5:37). La fidelidad a nuestras palabras demuestra nuestra fidelidad a Dios y fortalece nuestro testimonio ante los demás y nos ayuda a ser mejores personas.


Conclusión: Hablemos con integridad

La palabra tiene un poder inmenso. Con nuestras palabras, podemos edificar o destruir, bendecir o herir. Por eso, debemos hablar con sabiduría y responsabilidad. Antes de prometer algo, pensemos dos veces. Si no estamos seguros de poder cumplir, es mejor no comprometerse. Recordemos que nuestras palabras reflejan nuestro corazón, el respeto hacia los demás y por supuesto, nuestra relación con Dios.


Sigamos el ejemplo de Jesús, cuya palabra siempre fue verdad y cumplimiento. Que nuestras palabras también sean dignas de confianza, reflejando el carácter de Cristo en todo lo que decimos. Como dijo el salmista: “Sean gratos los dichos de mi boca y la meditación de mi corazón delante de ti, oh Jehová, roca mía, y redentor mío” (Salmos 19:14).

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