¿Qué tan dispuesto estás a pagar el precio?
- Rinconcito de la Oración
- 7 abr
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Basado en: 1 Corintios 9:24-27
“¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos a la verdad corren, pero uno solo se lleva el premio? Corred de tal manera que lo obtengáis. Todo aquel que lucha, de todo se abstiene; ellos, a la verdad, para recibir una corona corruptible, pero nosotros, una incorruptible. Así que, yo de esta manera corro, no como a la ventura; de esta manera peleo, no como quien golpea el aire, sino que golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado.
En la antigüedad, en ciertas culturas como la espartana, los niños eran separados de sus familias a los siete años para ser entrenados como guerreros. Su vida entera giraba en torno a la preparación física, mental y emocional para enfrentar la guerra. Pasaban más de una década entrenando con un solo propósito: estar listos para el día de la batalla.
Cuando ese día llegaba, el silencio previo al combate era estremecedor. Reyes y comandantes de ambos bandos se observaban con firmeza, sabiendo que en instantes se desataría el caos. Al dar la orden, miles de hombres se lanzaban cuerpo a cuerpo, y en cuestión de minutos, la sangre corría, los cuerpos caían, caballos y camellos perecían en medio de esa locura. Todo por ambición, poder, sed de dominar al oponente y gloria terrenal; por demostrar supremacía ante las demás naciones.
Hoy, aunque las batallas no siempre se libran con espadas, el mundo sigue siendo un campo de lucha. La diferencia es que muchos no se están preparando… y el precio de no hacerlo, es altísimo.
Y así como en la guerra se requiere preparación intensa y sacrificio, también en el mundo espiritual hay un entrenamiento exigente que no se puede improvisar. En el mundo natural, ningún atleta alcanza la excelencia sin entrenamiento, esfuerzo y sacrificio. ¿Cuánto más necesita prepararse un hijo de Dios para enfrentar las batallas espirituales de la vida?
La vida cristiana no es una carrera improvisada, y así lo expresó con claridad el apóstol Pablo al compararla con el entrenamiento de un atleta. Esa carrera requiere disciplina, dominio propio, constancia y obediencia continua a la voz del Espíritu Santo.
Hoy, como en los días de Pablo, muchos creyentes buscan soluciones rápidas, oraciones prefabricadas o frases mágicas para enfrentar los desafíos espirituales. Pero el verdadero crecimiento viene de rendirse al Señor día tras día, pagando el precio de la obediencia, y no cediendo a la mundanalidad, a seguir lo que la mayoría sigue, ni a ver lo malo como bueno y lo bueno como malo.
No basta con levantar los brazos en adoración durante las reuniones de la iglesia, si al salir de allí volvemos a vivir como quienes no tienen principios, ni valores, ni respeto, ni amor por el prójimo.
Lamentablemente, muchos cristianos se están dejando llevar por corrientes erróneas, olvidando los principios morales y espirituales revelados en la Palabra de Dios. No están dispuestos a pagar ese alto precio. Eligen lo fácil, lo cómodo, lo superficial. Prefieren estar en sintonía con el mundo, y les molesta ser vistos como “distintos” y que van contra la corriente.
El apóstol Pablo fue acusado, despreciado, azotado, perseguido y tildado de loco por su entrega total a Cristo. En 1 Corintios 4:9–13 describe cómo eran tratados: “Nos han hecho espectáculo al mundo... somos débiles, ustedes fuertes; ustedes honorables, nosotros despreciados.” En 2 Corintios 5:13 declara sin vergüenza: “Si estamos locos, es para Dios.” Y en 2 Corintios 11 enumera todo lo que sufrió por amor al evangelio: cárceles, azotes, peligros, fatigas, vigilias, naufragio, hambre, frío, y hasta la preocupación constante por las iglesias.
Pablo no buscaba la aprobación de los hombres, sino ser hallado fiel por Aquel que lo llamó. Y reconocía que Cristo había entregado su santa vida para que él fuese libre.
Pero Dios no obra con superficialidades. Él fortalece al creyente que camina en integridad, que se ejercita en la Palabra, y que permanece firme aun cuando nadie lo ve.
¿Y vos?
¿Estás viviendo tu vida espiritual con la misma seriedad con la que haces tu entrenamiento diario?
¿Vivís lo que predicás? ¿Sos hacedor de lo que decís, o solo son palabras que se las lleva el viento?
¿Estás dispuesto a vivir una vida marcada por la disciplina y el dominio propio? ¿O estás dejando que las tentaciones y las distracciones del mundo te roben la carrera?
La victoria espiritual no se improvisa. Se cultiva. Se vive. Se pelea. Se pone en práctica a toda costa. Se vive con intensidad.
No querrás ser como aquellos que en aquel día dirán: “Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?” pero el Señor les responderá: “¡Apártense de mí, hacedores de maldad! Nunca los conocí.” (Mateo 7:22–23, paráfrasis)
¿Qué tan dispuesto estás a pagar el precio?
¿Estás realmente dispuesto a ejercitar tu fe, a vivir con convicciones firmes y a ir en contra de la corriente de este mundo, aunque te tilden de fanático, loco o exagerado por seguir a Cristo con todo tu corazón? ¿Qué tan dispuesto estás a renunciar a lo que agrada a la mayoría, a callar el ruido de las voces del mundo, y a entrar “…por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella; porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan”. (Mateo 7:13-14)
El precio es alto… pero la recompensa es eterna.
No corremos por una corona que se marchita, sino por una que permanece para siempre. “Ellos lo hacen por una corona corruptible, pero nosotros, una incorruptible.” (1 Corintios 9:25)
No pongas tu mirada en lo que el orín y la polilla corrompen (Mateo 6:19-20), sino en lo eterno.
Retén lo que tienes, retén tu corona, para que nadie te la quite. (Apocalipsis 3:11)

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